¡Espero que disfrutéis tanto como lo hice yo!
¡Qué bello atardecer! El tiempo parece detenerse y, por un momento, el suelo se despega de mis pies, pero no es el suelo quien se aleja de mí, soy yo quien me separo de él. Empiezo a levitar, a alzarme sobre los árboles tiznados de pinceladas verdes, amarillas, anaranjadas y rojas. Estoy volando, al igual que mi imaginación.
Me imagino surcando mares en compañía de los delfines, escalando un bello sendero que me lleva a cimas inalcanzables, desde donde se contempla todo el esplendor de una Tierra que rebosa vida a cada rincón.
Me imagino durmiendo acompañada de la luz de la luna llena, cubierta por un suave manto de estrellas, y sueño, sueño con volar, con la libertad y con la magia. La magia que envuelve la música, la misma música que hace bailar las hojas, la misma melodía que suena cuando nuestras miradas coinciden inocentemente y hacen hablar a nuestro corazón. La música que da sentido a mi vida.
De repente, algo suena, no es música. Un sonido desagradable, monótono y estridente martillea cruelmente mis oídos. Ya son las 7 y, como cada mañana, el despertador me secuestra brutalmente y me arranca de ese mundo de sueños, de felicidad y fantasías para devolverme a la falsa realidad del mundo del cual físicamente estoy presa. Un mundo en cuyo mar sólo hay tiburones hambrientos, un mundo donde los árboles tienen el alma de plástico y sus hojas ya no danzan, huyen despavoridas. Un mundo donde la única cima a alcanzar es el éxito, sin importar ni disfrutar el camino que a ella lleva. Un mundo donde soñar y volar es impensable.
Pero yo no pienso. Yo sólo sigo soñando, escuchando esa música melodiosa e invisible, y oigo al viento susurrar, susurra poemas entre el barullo de la gente que, desconectada, sigue su rutina diaria sin pararse a observar el magnífico atardecer que se esconde en el horizonte, un horizonte lejano que admiro.
Alzo los brazos, mis párpados descienden, siento el viento fluir y entonces exclamo: ¡Yo sé volar!